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Me hice adulta en medio de la revolución Bolivariana. Para bien o para mal, crecí en medio de la agitación política de un proceso incompleto, políticamente caótico que intentó - sin lograrlo - transformar la cultura venezolana en una visión residual de una sociedad utópica. Una experiencia  violenta y la mayoría de las veces abrumadora que de alguna manera, transformó por completo mi visión sobre la sociedad en que nací. Lo admito, probablemente de haber nacido en otro momento de la historia de Venezuela, no habría sido tan consciente de mi poder como ciudadana, de la necesidad de mi opinión y colaboración para la construcción del gentilicio.

Y es que la “Revolución”, con su visión cortoplacista, discriminatoria y excluyente sobre la sociedad, me educó - por reacción supongo - para asumir mi deber en la búsqueda de la tolerancia, la construcción de valores éticos e incluso, de considerar mi criterio como necesario para comprender mi propia identidad ciudadana. Un pensamiento desconcertante, sin duda pero que a la distancia me permite comprender a cabalidad mis opiniones actuales. Asumí mi deber político, como parte de esas atribuciones invisibles del ciudadano y más aún, como una forma de entender mi papel histórico en la durísima etapa social que me tocó vivir.  Porque en Venezuela,  la política lo invade todo, se desborda hasta en las grietas más insignificantes de lo cotidiano. Porque crecer en Venezuela durante la década de llamada  "Revolución Chavista" me hizo testigo - involuntario y probablemente ignorante - de las implicaciones de una cultura que se desmorona sobre sus bases éticas, que se desconoce así misma. Así que me hice adulta, con una deuda moral considerable con mi identidad como venezolana.


Durante quince años, asistí de manera consecuente a protestas, concentraciones y reclamos para demostrar mi parecer político. En medio de decepciones, errores de propuestas  e incluso estafas políticas, confié mi parecer político a líderes que parecían representar de uno u otra forma mi opinión. Y aprendí, a medida que avancé en el difícil camino de hacerme un ciudadano moralmente responsable, que la oposición al poder es una método meditado de subversión. La rebelión de las ideas, una necesidad incontenible de ejercer mis derechos como votantes, como ciudadana e incluso, como protagonista histórico lo mejor que puedo. Así que intento, en la medida de mis posibilidades y recursos, ofrecer mi opinión, colaboración y esfuerzo para expresar las ideas que creo - o eso espero - podrían mejorar la crítica situación que padecemos. Asistí a todo evento callejero que demostró mi postura y posición intelectual sobre las circunstancias que padeció Venezuela. Escribí lo que pude, y tantas veces como fui capaz, sobre mi manera de analizar la historia viva que parecía ocurrir en una interminable sucesión de circunstancias cada vez más graves. Fui herida en varios eventos callejeros, por defender mi postura política. Y por supuesto, acudí a votar en cada ocasión que fue necesario, por el candidato que consideré podría representarme mejor, en que contribuyo - o eso me obligué a creer, más de una vez - con la propuesta política que intenta representarme. Lo hice a pesar de mis profundas dudas con respecto a la idoneidad del líder que en ocasiones debí apoyar, lo hice incluso cuando tenía la dolorosa sospecha que el voto solo me conducía a una situación incluso más compleja que la que padecíamos. Ejercí mis derechos ciudadanos todas las veces que fui capaz y además, en la manera que la represión y la violencia me lo permitió.

Y aprendí. Con esfuerzo, comprendí el valor de cada acto simbólico, de cada paso en este interminable camino de reconstruir las bases de un país que no tiene otra visión de sí mismo que un caos exponencial que se extiende a todas partes. Aprendí en base a los errores que cometí, y retrocedí desde la intolerancia, el odio y el rencor por el pensamiento distinto - herencia inmediata de una década de pugna política - hasta obligarme a reconocer la existencia del otro, del que apoya al gobierno, del que me asume no como contrincante ideológico, sino como su enemiga. Asumí que a pesar de mis esfuerzos, el legado del difunto Hugo Chávez también me afectó: dejé de asumir la globalidad del país como la multiplicidad de sus diferencias, intenté imponer mi parecer como el único válido. Me dediqué entonces a desmontar esa visión del país hasta lograr un punto de equilibrio, un mea culpa intelectual, que me brindó la oportunidad de comprometerme, ya no con la oposición frontal de las ideas, sino de convertirme en alternativa a un punto de vista concreto.

Pienso en todo lo anterior mientras leo la noticia que un grupo de opositores protestó contra el equipo de béisbol cubano que actualmente se encuentra en nuestro país debido a su participación en la Serie del Caribe. La protesta, sin sentido y sin objetivo, movilizó al ciudadano enfurecido y convirtió a los deportistas en un evidente chivo expiatorio de la tensión social y política que padecemos a diario. Sin embargo, lo que más me preocupó de la  información no fue sólo eso, sino que además,  confirmó mi opinión sobre el hecho que la divergencia política de Venezuela, continúa siendo un discurso basado en el descontento genérico y no en alguna idea. Luego de quince años de enfrentar el poder, la oposición política al poder, continúa sin aprender la lección más valiosa de todas: Somos responsables del mensaje político que se transmite y lo que es más importante, de la manera como beneficia nuestra visión del país posible que podemos construir. Pero el descontento genérico sigue siendo la única manera en que el ciudadano de a pie comprender la situación crítica que sufrimos.  En otras palabras: todos sabemos que el país está padece de una serie interminable de problemas fruto de la ineficacia gubernamental, pero a la vez, nadie sabe muy bien como aglutinar ese malestar, esa necesidad de encontrar una solución viable en un sistema de protesta coherente. El descontento carece de rostro, motivación e incluso, la más mínima organización. El descontento se expresa de cualquier manera e inevitablemente, se transforma en rencor.

Mi amigo L., militante de un partido de oposición, me escucha con preocupación cuando leo la noticia en voz alta. En uno de los organizadores de las Asambleas de ciudadanos que se llevaron a cabo en varias ciudades del país. En su caso, organizó la que correspondió a nuestra pequeña urbanización y el resultado fue más que provechoso: Un buen grupo de vecinos se reunió y discutió durante dos horas, los problemas que padecemos en nuestra zona y la búsqueda de una solución que pudiera incluirnos no solo a los opositores de conciencia como yo, sino también al ciudadano que aún apoya al gobierno. Un tímido triunfo, que dos ciudadanos de toldas distintas pudieran conversar sobre un tema político sin entrar en confrontación. Y sin embargo, la noticia del asedio a los jugadores del equipo nacional de Cuba pone en tela de juicio los pequeños logros que despolarizan y que incluso, humanizan la política.

- El problema radica en que nadie sabe muy bien cómo expresar el descontento político, no hay una idea que aglutine todo y pueda tener una respuesta directa - me explica L., mirando las preocupantes imágenes de un grupo de manifestantes rodeando el Hotel Venetur, en la Isla de Margarita. Todos llevan banderas y las agitan, en una evidente y peligrosa euforia  - el ciudadano sabe y necesita hacer "algo", aunque no sepa exactamente qué o si podrá ser de utilidad para una solución viable a lo que vivimos. De manera que hace lo que está en sus manos.

Un pensamiento preocupante, me digo. Porque de esa caótica expresión del descontento, parece brotar toda una visión radical sobre la propuesta política opositora. De allí, que la oposición, como movimiento aglutinador de toda esa otra visión del país que no está incluida dentro del oficialismo en estado puro, no sea una alternativa viable. Porque la oposición política Venezolana no representa a la mayoría de los descontentos, ni tampoco a los engañados, los estafados, los decepcionados, los simplemente preocupados. No hay una idea que ofrezca una propuesta alternativa a lo que padecemos, a esta ideología del desorden y del caos que insiste en asumir las veces de propuesta política. Más lamentable aún, la oposición de nuestro país, insiste en repetir viejos esquemas que no son otra cosa que errores de planificación y estrategia que una y otra vez, han erosionado las bases de la motivación, movilización y lo que parece aún más angustioso, de esa visión de país necesario, que el ciudadano promedio desea encontrar.

- Tampoco hay una oferta política y social que permita al que no apoya al gobierno, identificarse como oposición - comenta L. con cansancio - El gobierno insiste en la apuesta emocional, en insistir que la ideología es una manera de identidad. Y allí, la divergencia, se encuentra en una línea peligrosa: ningún chavista votará por un opositor, porque es "traición" ¿Cómo podemos enfrentarnos a ese discurso?

No respondo, pero en realidad, estoy pensando en algo mucho más amplio que la mera expresión partidista. El país que heredamos de una complicada reconstrucción histórica se encuentra en escombros. ¿Cuál es la posibilidad, cual es el punto de encuentro entre todos los que aspiramos y de manera urgente, una restructuración de poder? ¡Pero es incluso más sencillo! El país se desmorona lentamente, se deshace en  incertidumbre. Carecemos de un presente viable, de un futuro promisorio.  ¿Quiénes somos los que adversamos al poder? ¿Quién es el ciudadano inconforme, el preocupado, el herido, el temeroso? No tenemos tolda política, tampoco representatividad.  Porque la oposición no se encuentra así misma,  no se analiza como una opción a lo que está ocurriendo, sino que intenta, una y otra vez, ofrecer un enfrentamiento contra la idea de poder que solo tiene sentido en el sentido estrictamente electoral, en el planteamiento que se necesita una medida inmediata que nos permita enfrentarnos a la situación que vivimos. Pero ¿Qué ocurre cuando esa urgencia de la solución inmediata debe debatirse en la realidad tensa que vivimos a diario?  ¿Qué pasa cuando esa idea general del “hay que hacer algo”, choca frontalmente contra  el ciudadano que no se implica? Hablamos del Venezolano que a pesar de padecer el país y sus achaques, dejó de quejarse, se encuentra sometido a la realidad cada vez más dura de una Venezuela desesperanzada. Preocupa, comprobar que el descontento existe, que es parte palpable y evidente del todos los días, pero que por alguna razón, la protesta no ocurre, no llega a ser real y factible. Y es entonces cuando surge la disyuntiva ¿Cuál es la verdadera oposición que necesita nuestro país, en este difícil momento histórico que padecemos?

Más tarde, escucho a varios de mis vecinos conversar sobre los resultados de la Asamblea. Hay un clima de excitación y necesidad de expresión de la protesta muy evidente, muy urgente, pero poco concluyente. Alguien habla sobre cerrar calles con basura para protestar por los servicios deficientes, alguien más discrepa y finalmente, la conclusión, entre el vocerío que discute y se enfrenta, es obvia. La necesidad de construir una opción política rebasó a los voceros. Hablamos de un ciudadano que perdió el norte, que se deshace en pequeñas muestras de descontento que no llegan nunca a sustituir a la réplica efectiva, a la necesidad de construir una visión de país que pueda brindar una opción a la actual. Se habla de “calle”, de protestas cívicas, pero no hay un elemento que construya un discurso coherente que canalice la idea hacia algo más que una propuesta, que atraiga al que sufre una crisis de proporciones cada vez mayores. Un ciudadano sin voz y lo que es aún peor, sin sentido de su protagonismo y poder como parte de la solución.


¿Cuál es la propuesta del grupo político con que se identifica la oposición? ¿Incluye al ciudadano desmotivado, al temeroso, al que aún apoya al gobierno pero desea una solución concreta a los problemas que padece? ¿Incluye al que no se involucra? ¿Incluye al que desengañado, al cansado, al desconcertado? ¿Incluye el que se resiste a toda bandera política? ¿Es atractiva para los que aún apoyan al Gobierno en funciones pero les preocupa el futuro de un país mal administrados? ¿De qué hablamos cuando nos referimos a la oposición política? ¿A quiénes incluimos cuando reconoces la necesidad de organizarnos y estructurar la propuesta en una idea válida?

Más tarde,  una de mis primas me comenta como se desarrolló la mayor protesta o asamblea - según el convocante - en una de las Plazas de mi ciudad.  Según me explica, hubo una especie de celebración partidista que no cubrió las expectativas. Parece decepcionada o simplemente, desconcertada por el tenor caótico e incluso carente de sentido, del acto público.

- No tuvo mayor orden, sólo una manera de recordarnos que la situación es insostenible - me explica. Días antes, mi prima se irritó muchísimo cuando me negué a asistir al evento. La última vez en que asistí a una protesta - o lo que yo creí lo era - me encontré con un acto proselitista en el que participé sin tener la intención de hacerlo. De manera que en esta ocasión, preferí tomarme una distancia prudencial antes de comprender que necesito para expresar mi descontento. Mi prima me habla de la buena asistencia, de la convocatoria más o menos numerosa, pero también del partidismo, de la intención de hablar sobre líderes y nuevas negociaciones políticas. Me habla del grupo de convocados que hablan sobre “necesitamos una solución radical” y las consignas de odio que escuchó. Y de nuevo, me pregunto quiénes somos los descontentos del país, quienes nos representan, como podemos construir una plataforma que sostenga este enorme grito de “ya basta” que cada día parece crecer, hacerse casi audible sin lograrlo. Otra vez me siento anónima, en esta visión de país que no comprendo y no me representa y que lo que es peor, me excluye de cualquier tentativa de solución.

Camino por el Centro de Caracas con una extraña sensación de confusión. El ambiente está caldeado, nadie lo duda, pero también, hay mucha más desesperanza que nunca. Las tiendas abiertas con los anaqueles vacíos, el asfalto fragmentado, la basura acumulándose en las esquinas, dibujan un panorama desolador, una instantánea de un país en ruinas. El descontento parece estar en todas partes, pero carece de forma, de verdadero valor. Cuando me detengo frente a una pequeña tienda de zapatos,  miro la poca y escasa mercancía que ofrece y el rostro preocupado, del único empleado de pie junto a la vitrina manchada de polvo.

- No sé si la tienda continúe abierta el mes que viene - me explica. Lo hace con toda sencillez, cuando le pregunto sobre las ventas, a que ha debido enfrentarse durante ese año que comienza - no creo que podamos sobrevivir mucho tiempo. No hay que vender, y tampoco, creo que quien compre.

Me produce escalofríos su resignación, su tristeza. Y pienso que hay mucho de simple derrota, en este país que confió sus expectativas a una ideología abstracta que se derrumbó por el inevitable peso de la historia. Me pregunto, también, si la oposición que desea brindarle voz y rostro a esa tragedia social que vivimos, comprenderá la responsabilidad histórica que implica, y más allá, el valor de construir una visión de país donde el enemigo a derrotar no sea la visión divergente, sino la incapacidad para comprendernos como parte de una misma visión de nación.

Una idea utópica, por supuesto, me digo. Pero aun así, quizás es la única respuesta a la coyuntura histórica que sobrevivimos con esfuerzo y muy probablemente, a lo que encontraremos más allá.

C'est la vie.

 

Por Aglaia Berlutti

En twitter: @Aglaia_Berlutti

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