Faltaba poco para las 6:00 de lo que era una mañana
todavía oscura y silenciosa. El silencio
de aquella mañana era rasgado de vez en cuando por el sonido de lo que, con
toda seguridad, eran disparos. En aquel barrio
nos familiarizamos con ese horrendo sonido, de modo que el horror ya nos
parecía cotidiano. Una mañana oscura, de
silencios rasgados por el sonido de disparos…
Sólo unos pocos frailes permanecíamos sentados en los
sitiales de lo que era un coro de sillería improvisada. Cada uno estaba, quizá, absorto en una
oración silenciosa que ignoraba por completo lo que estaba ocurriendo
extramuros de aquel convento que se alzaba en lo alto de uno de los tantos cerros
que tiene Caracas. De repente el silencio
de lo que todavía era noche a pesar de la hora, se rompió por el desconcertante
timbre del teléfono. Uno de los frailes
–el mayor de todos por aquel entonces- se levantó de inmediato a
responder. No era normal que el teléfono
sonara a aquellas horas en las que lo único que se esperaba era el comienzo del
oficio de Maitines y de Laudes para comenzar una jornada más.
«¡Padre, dieron un golpe de estado!» Fueron las palabras de uno de los frailes que
se topó con el que había salido a responder el teléfono. La expresión «golpe de estado» resultó más
atronadora que los disparos que a esas horas se hacían en la calle. Todos salimos de inmediato. La expresión «golpe de estado» era ajena a
todos los que residíamos en aquel convento.
Los españoles que vivían allí no fueron testigos de la dictadura
franquista y los venezolanos apenas si teníamos noticias de la dictadura de
perejimenista. A la novedad se unió la
confusión y la incertidumbre sobre lo que estaba sucediendo en el país.
En un momento
ya todos estábamos frente al televisor.
Maitines y Laudes fueron olvidados aquella mañana en la que lo único que
parecía resonar era «golpe de estado».
Las primeras imágenes que vimos en el televisor fueron las de una
tanqueta, intentando subir las gradas de la puerta de entrada del Palacio
Blanco. Los allí presentes no salíamos
del sentimiento de estupor que nos invadió a todos por completo. El silencio en aquella sala sólo era interrumpido
por los comentarios que acompañaban las infaustas imágenes que transmitía la
televisión.
Quizá los frailes venezolanos que vivíamos en ese
convento, no teníamos conciencia de la dimensión del problema que estaba
ocurriendo. Todos sabíamos que la situación
del país era calamitosa, pero no sabíamos que las cosas estuvieran como para un
golpe de estado y la instauración de lo que seguramente sería una dictadura
militar. Los frailes españoles –que
tenían mucho más frescos los recuerdos de la dictadura franquista- sí que
estaban preocupados, aunque posiblemente la prudencia les impedía manifestar lo
que realmente pensaban de aquella situación.
Poco antes de las 7:00 llamó mi madre por teléfono. Una mujer que siempre defendió la democracia
ante quienes pensaban que la solución de los problemas del país pasaba por una
dictadura militar. Se le notaba serena,
a pesar de saber la magnitud de lo que estaba ocurriendo en aquellas horas
aciagas. «¿Estás bien? ¿Cómo están los frailes?» Le dije que estábamos bien. Ella sabía que el convento estaba situado
cerca del Palacio de Miraflores. «Sí,
aquí todos estamos bien, le dije. No
hace mucho nos dimos cuenta de lo que pasó,».
A mi madre aquello le resultó asombroso porque no entendía cómo estando
en Caracas apenas nos estábamos enterando de lo ocurrido. «Nosotros lo sabemos –me dijo- desde las 4:00
de la mañana». El asombrado era yo, al
no entender cómo ellos, estando en un recóndito pueblo del interior, estuvieran
tan enterados de lo que estaba sucediendo.
El grueso de los frailes que vivíamos en ese convento
estábamos en período de formación. Los
formadores nos dijeron que no iríamos a clases ese día, lo cual nos hizo pensar
en la gravedad de lo que estaba ocurriendo en el país. Poco tiempo después, nos enteramos de que los
golpistas habían sido reducidos a la derrota y todos vimos las imágenes del
felón del momento, diciendo que «por ahora los objetivos en Caracas no habían
sido cumplidos». En efecto, en Caracas
no, pero en Maracaibo los golpistas todavía tenían a su mando el Cuartel
Libertador, que el gobierno amenazaba con bombardear. Poco tiempo después de eso vimos la foto de
Monseñor Domingo Roa Pérez, arzobispo de Maracaibo, ataviado con sus ropas
episcopales, entrando en el Cuartel Libertador para mediar con los golpistas. Lo paradójico es que uno de esos golpistas
ocupa ahora el Palacio de los Cóndores.
Después de que todo había sido puesto bajo control y
el felón había sido apresado, algunos nos quedamos viendo la televisión y
escuchando las intervenciones que estaban ocurriendo en el Congreso de la República. «¡Muerte a los golpistas!» La expresión de David Morales Bello que por
entonces me pareció un exabrupto, pero que el paso del tiempo demostró su
consistencia. Nadie sabía que ese ser
oscuramente soberbio llamado Rafael Caldera iba a perdonar la felonía que
redujo este país a un ente en proceso continuo de destrucción.
Las imágenes del televisor, las intervenciones de los
congresistas y el ruido de los aviones que surcaban el cielo de Caracas. Llegó el mediodía y fuimos a almorzar. El horario de un convento parece
imperturbable ante las situaciones más insospechadas. Pero poco antes los frailes sacerdotes nos
reunieron y nos dijeron. «La situación del país está muy mal. Lo que ha ocurrido es muy grave y no sabemos
qué consecuencias pueda tener. Lo cierto
es que vosotros sois venezolanos y no es extraño que os vengan a buscar, como
suele suceder en estos casos. Si eso
llegare a ocurrir, lo mejor es que os pongáis a buen resguardo en el sótano,
que nosotros haremos todo lo posible para que no os lleven». Esa advertencia le puso una nota extraña a la
sinfonía macabra que sonaba desde la madrugada.
Me fui a hacer la siesta. De repente, los muros del convento de
estremecieron con el estrépito horrendo de lo que había sido la explosión de
una bomba. De inmediato bajé a la sala y
sí, se trataba de uno de los coletazos del golpe de estado. Todo parecía indicar que sí, que la
situación, a pesar de estar controlada, era de una tensión que se podía
percibir con facilidad en el ambiente.
Pero y con todo, puedo asegurar que los frailes venezolanos teníamos la
actitud de que aquello no era con nosotros, que aquello no nos iba a afectar en
nada. No era indolencia, tampoco
carencia de conciencia de lo que estaba sucediendo. Quizá confiábamos demasiado en la solidez de
una de las democracias más antiguas del continente.
En la tarde abrieron las puertas de la iglesia para la
misa conventual. Todos asistimos a misa,
a pesar de que la asistencia de la gente del barrio se vio notablemente
menguada. La noche se hizo presente y el
sentimiento de inseguridad se apoderó de todos. En el convento seguimos el ritmo normal que se
solía llevar en las noches, hasta que llegó el momento de ir a la cama. El sonido de los disparos seguía de vez en
cuando, pero ya eso era cotidiano en el barrio.
Al día siguiente, decidí ir al centro de Caracas. Aquello fue una temeridad, sin duda alguna,
pero no cabía pedir prudencia a un veinteañero que deseaba ver las
consecuencias de la intentona golpista.
Cogí un bus que atraviesa la Avenida
Sucre , la
Urdaneta y la Andrés
Bello. Al pasar por el
Palacio de Miraflores, el panorama era desolador. Las garitas estaban perforadas por lo que
había sido la inclemente ráfaga de tiros de los golpistas. Otro tanto podía verse en las paredes del
Palacio.
Esa vez me encontré con un compañero de clases, cuyos
formadores eran franceses. Hablamos de
lo preocupante que era la situación del país, aún y cuando en los dos era
fácilmente perceptible la sensación de seguridad de que aquello no iba a pasar
a mayores. «Los Padres de la casa –me
dijo- están muy preocupados por la reacción que hemos tenido los venezolanos
ante el golpe de estado. Ellos dicen que
si lo que ocurrió aquí hubiera pasado en Francia, toda la gente estaría en la
calle defendiendo la democracia.» «Sí,
eso mismo dijeron los Padres de mi casa –le respondí a mi compañero- y uno de
ellos hasta izó la bandera nacional en la terraza del convento como una señal
de apoyo a la democracia».
Ahora, después de veintidós años del alzamiento del
felón Hugo Chávez, me doy cuenta de que la democracia estuvo en peligro, en
buena parte, porque los venezolanos no supimos apreciarla. Es evidente que la situación socioeconómica
del país resultaba asfixiante para muchos, pero hasta este momento no he
encontrado un solo argumento con el que se pueda defender un golpe de estado. Y
eso a despecho de quienes hoy detentan el poder ven en aquella intentona
golpista una rebelión. No. En modo alguno se puede defender un golpe de
estado, sea del cuño que sea. Un golpe
de estado es el inicio de la reducción a la mínima expresión de la voluntad
ciudadana. Creo que todavía estamos
sufriendo las consecuencias de no saber valorar la democracia. Más aún, sin ánimo alguno de querer ocupar la
plaza del pesimista, pienso que estamos muy lejos de tener una cultura
realmente democrática.