Yo emigré, por
eso entiendo a quien emigró porque yo también me fui de Venezuela.
Me fui de Venezuela
como muchos, no había empleos para mí en mi tierra, con dos hijos, madre y
hermanos, muchos amigos, pero tomé 20 Kg de ropa y me fui a trabajar a otro país.
Estaba acostumbrado
al sol, al calor, a la brisa… Este no es mi clima y casi siempre huele todo
mal.
Extraño caminar,
sí, caminar; porque en mi nuevo país no se puede caminar largo, todo es lejos,
empinado. Por si fuese poco, aquí uno no camina, lo caminan.
Yo conocía a
todos, aunque sea de referencia porque “es el hijo de fulano…”, y, también yo,
era el hijo de alguien y así me conocían. Aquí, tardé varios años para saber el
nombre el vecino del apartamento de al lado.
Aunque vivo en
un apartamento le digo casa, en mi cerebro es mi casa aunque no sea una casa, el lugar donde vivo, mi
hogar. Cuando lo digo, mucha gente no lo entiende, como tampoco entienden
porqué llamo también “mi casa” a la casa de mi madre.
Entiendo la
tristeza de no poder comunicarse, no poder hacerse entender; el lenguaje es una
barrera, y, a veces, duele que mal interpreten lo que uno dice o lo que uno es
solo porque no pueden comprender que de donde se proviene se habla así.
Incluso, acá se ofenden por palabras y tonos que en mi país son normales.
Aprender a comer
aquí fue un reto, solo por sobrevivencia aprendí, por eso entiendo la añoranza
del inmigrante a cosas tan simples como una arepa o un sancocho.
Hay modos que
sigo sin comprender, aunque tengo varios años aquí; como celebrar los
cumpleaños en un local nocturno o que la gente no visite ni se deje visitar. En
mi país es de otro modo, no puedes ser amigo de nadie si no visitas su casa y
si no lo recibes en la tuya. Y, los cumpleaños son en la casa, los panas llegan sin que los invites.
Parte de mi vida
está dentro de un teléfono, en internet; porque a punta de llamadas, whatsapp,
facebook y skype me mantengo en contacto con mi gente. Sé conozco más de ellos
ahora que cuando vivía en su comunidad; y… ¡Qué triste! No me siento parte de
este vecindario.
Sí, en mi país
tenemos vicios y particularidades, también debo decir que se corrompió, que sufre
grandes males que no se ven donde vivo ahora, aquí se ve el “desarrollo”… Pero,
la calidez humana, la solidaridad, la empatía no son tan comunes como en mi
país.
Por cierto,
siempre que puedo voy de visita y noto la ruina y la destrucción, no se parece
en nada a lo que fue, a lo bueno que me dio, a lo que me vio hacerme hombre. Y,
cada una de esas veces, me indigno, me duele. Tanta involución es asqueante.
A veces me nace
decir que volveré a mi país a reconstruirlo, a trabajarlo... A hacer vida con
mis seres queridos; pero eso es mentira. Me hice una vida aquí,
que, aunque las cosas mejoren allá, no podría desempeñarme y me tocaría la
penosa tarea de readaptarme a mi tierra.
Por eso,
venezolano migrado, te entiendo. Lo he vivido, es difícil verse rodeado de
paredes extrañas, ruidos raros, sabores que no te recuerdan nada ni a nadie,
aires que no comprendes, miradas que te enjuician, oídos que no te oyen…