Le
invito a jugar con la imaginación: Un día, el chofer de un transporte escolar
decide regocijarse en sus pretensiones pluralistas, y en pleno camino hacia la
escuela, le pregunta a los niños si desean ir a clases o más bien si desean ir
a un parque cercano. Convienen en que la decisión será tomada por la mayoría.
Como es de esperar, salvo algunos juiciosos, la mayoría decide ir al parque y
tener una experiencia feliz, alejada de las aulas. El chofer se jacta de su
pluralidad, es querido por el grueso de los niños y así, una vez más, triunfa la
democracia.
Es
claro que la decisión de la mayoría no siempre es la mejor opción de acuerdo a
la razón. De hecho, en el breve ejercicio imaginativo anterior, se asoman con
claridad las implicaciones del populismo, de la falacia del argumentum ad populum, el asunto de la
cantidad del voto en contraposición con la calidad (el criterio del
electorado), de la ilusión de la pluralidad (se elige sólo entre dos opciones);
y, en suma, de todas las deficiencias que un sistema democrático pudiera
ofrecer, ya harto expuestas desde Platón hasta Gustavo Bueno, pasando por
Voltaire.
Pero ya no se hable de niños, sino de venezolanos, aunque bien puede que sean lo mismo.
A
estas alturas, resulta evidente que en Venezuela no sólo la democracia, sino
sus mecanismos internos electorales, están viciados. La democracia puede traer
consigo una serie de cuestiones no tan convenientes, pero cuando se habla de la
democracia venezolana, es válido esperar que los inconvenientes engrosen aún
más la lista, corolario directo de nuestra idiosincrasia.
Desde
hace mucho tiempo, los venezolanos han dejado de votar para conferirle el poder
de representatividad a un candidato en particular; empero, muy lejano a este
propósito, se vota para que el bando contrario no gane las elecciones, o para
que otra persona no usurpe nuestro voto, o para que no haya retaliaciones en el
lugar de trabajo o, incluso, en un entorno cercano cundido de fundamentalismo
democrático. Se vota por cualquier razón, menos por la que debería ser: que el
ciudadano ejerza su cuota de poder libremente para decidir sobre la política de
su país.
Para
colmo de males, el Consejo Nacional Electoral ha resultado ser un apéndice del
gobierno. Es notorio, hasta para el bando oficialista, que las elecciones no
son del todo transparentes, y que la influencia del gobierno sobre las
decisiones electorales es innegable. Este es el panorama, pues, de la Venezuela
democrática actual. En Venezuela, el
voto es patológico.
Lo que
puede resultar asombroso para el electorado, sobre todo para el opositor, es
que los políticos parecen estar fascinados con la feria electoral. No importa
quiénes sean los candidatos, no importa que el sistema electoral no se
encuentre limpio de ilegalidades o parcialidades, no importa que históricamente
el ciudadano no se haya visto representado en las elecciones anteriores. Lo
importante es que vote. Que vote y no cuestione. Tanta insistencia levanta
suspicacia.
Algo
bueno tiene el voto para Capriles, que lo ama con tanta vehemencia a pesar de
que le han hecho trampa. Sería prudente colgar las ingenuidades en un perchero
y preguntarse el porqué.
El
voto en Venezuela, como se ha visto, ha dejado de ser un mecanismo directo de
influencia política con énfasis en el ciudadano, y ha pasado a ser un mecanismo
indirecto de influencia política centrado en el candidato. El candidato ya no
es la herramienta del ciudadano, sino al revés. En pocas palabras, el voto
sigue siendo útil, pero para los propósitos perseguidos por la élite gobernante
y opositora, respectivamente, de acuerdo a su propio electorado.
¿Recuerda,
por ejemplo, cuando Mario Silva afirmaba -electoralmente hablando- que una oposición con un punto por debajo era
más peligrosa que una con un punto por encima? Aquí asomaba tímidamente el
hecho de que las votaciones son un instrumento de poder indirecto entre las
distintas facciones dentro del mismo gobierno. ¿Recuerda, también, la confianza
de los opositores luego de las elecciones del 14 de abril de 2013? ¿Recuerda su
salir a la calle sin temor? Esto ocurrió porque, a pesar de la ilegalidad del
gobierno en no reconocer la victoria opositora, la votación sirvió, sobre todo,
como la mejor de las encuestadoras posibles. Esto, sin contar que logró
desarmar las manipulaciones de las encuestadoras tradicionales.
Tal y
como explicaba Fernando Mires, un asunto es la legalidad y otro asunto, mucho
más importante, es la legitimidad. La oposición, por cuanto no puede
conseguirla en el entramado institucional actual, no busca aquella, sino la otra. De esta
suerte, y con la conciencia de que antes está la biología y luego el amor, de
que antes está el hambre y luego manejo de los cubiertos, de que antes está la
seguridad de guarecerse y luego el diseño de interiores; antes está la legitimidad
y luego la legalidad.
Así
las cosas, ¿qué importa que el CNE no reconozca los resultados? Esa es la
legalidad…