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Fotografía de @caniballita 


Crecí en un país en donde las personas acostumbran a hacer comentarios blandos y poco consistentes sobre cualquier tópico o aspecto en el cual inevitablemente se requiere por mucho cierto raciocinio crítico. Desde un artículo en cualquier periódico electrónico escrito por algún desconocido, una escultura trabajada por un vecino al que poco se le conoce, hasta la opinión personal de cualquier político en un programa de televisión. La vaguedad es característica, sin embargo, en una cultura que acostumbra a levantar opiniones con ligereza sobre los demás sin medir consecuencia pero cuidando no hacer ésta pública. No obstante cuando se trata de la imperiosa labor de tener que levantar palabras en contra de algún planteamiento, objeto, obra o elemento dentro de un contexto cualquiera, pareciese que una fuerza inexplicable impide contundencia desde el primer momento en el ejercicio, así a gritos la razón esté reclamándola.

Muchas veces llegué a creer que un hombre como Karl Popper se hubiese sentido muy cómodo en un lugar así, pues no encontraría en el común a algún entusiasta dispuesto a desarmar cualquiera de sus argumentos ─y que pudiese hacerlo─, y posiblemente esta realidad le hubiese obligado a adoptar otra de las costumbres propias en la tarea de interpretar un discurso; descalificar con dureza y atrevimiento ─por supuesto sin una base sustancial─ al contrincante, convirtiéndose así el argumentador principal en un verdugo que sesga cualquier contrapunto a su opinión, defendiendo su terreno con los dientes.

El mismo Popper me hizo reflexionar una vez respecto a las grandes palabras. En uno de sus ensayos entendí que el mismo no planteaba algo en contra de su uso o utilidad siempre y cuando estas estuviesen siendo utilizadas correctamente y no formasen parte de una mezcla casi ininteligible de vocablos. Es decir, que existiese la posibilidad de someterlas a un juicio crítico, si es necesario a un análisis del discurso riguroso y tenaz, también. Traigo a colación esta idea que alguna vez esbocé porque en muchos de los escenarios en donde se hace necesario elaborar una crítica, el abuso de las palabras o su mal uso obliga al interpretador inhibir sus ganas de levantar la mano para opinar.

La capacidad de raciocinio crítico, según creo, es en lo absoluto un don en un país como Venezuela, en donde a diario encontramos una montaña de escenarios que se erigen individualmente en un colectivo desierto de intérpretes. Las opiniones personales, las síntesis, obras, libros y piense usted en cualquier cosa que pueda ser imaginada acá, pasan como balas frías frente a los ojos de la opinión pública sin que nadie haga algo para contener dicha masacre. Es común tomar la crítica como un ataque a la postura y a las ideas pues a nadie parece gustarle que planteen algo diferente a lo que en principio se planteó. Y de plano todos quieren ser simpáticos y caer bien desde el primer momento porque, existe una retorcida fobia hacia la reacción del obrador. La crítica no parece ser un instrumento de análisis y desglose de los contenidos sino una especie de terquedad. Aparentemente en este ambiente no conlleva una regla de medición que pueda cuantificar en base a criterios rigurosos y comprobables los elementos que construyen una obra y que a primera vista no son observables, por tanto requieren del sometimiento a la lupa crítica para comprobar su validez. Y sin embargo en una cultura tan floja para pensar en una fórmula crítica dentro de cualquier contenido, hay quienes se atreven a ponerse de pie frente a la línea de fuego para responder.

Es sin duda en este momento cuando el escenario empeora y pasa de la necesidad interpretativa y la refutación al oscuro y vergonzoso drama en el que pocos quieren participar y el desinterés parece ser la mejor vía para cerrar un debate que nadie nunca comenzó. La mayoría de los opinólogos en las redes sociales o en los medios electrónicos caen en esta retórica aburrida de, o bien dejar pasar un comentario para caer bien y no piensen mal del mismo, o bien escribir una respuesta rápida y solucionadora que mantenga una postura neutral desde la perspectiva idiota del que no entendió nada y prefirió no opinar para que el planteador no lo insulte, hasta el peor de los casos; que absolutamente nadie lea y profundice más allá del primer párrafo y evoque una perversa capitulación como la que coloquialmente proveen frases tales a “me importa un carajo” y todo quede en el olvido contribuyendo al desfalco de la memoria histórica.

Pero para variar el punto de vista de esta ligera mirada, existe la posibilidad de rematar en el muy peligroso hábito de estrato ya cultural que no es otro que retroalimentar el círculo vicioso de emitir un chiste y reforzar a través de la pseudo-parodia, esa creencia estúpida de que el venezolano es jocoso y que de cualquier situación saca un chiste o juego de palabras que tiene como fin ver lo mejor del asunto, poner la otra mejilla o escapar descaradamente de la responsabilidad de cimentar una refutación crítica, condenando así hacia la eternidad a la necesidad de revisión e impugnación de un artículo de prensa que haya pisado terrenos tenebrosos y delicados, hasta el lanzamiento del más vago de los libros catalogado por cualquier locutor de radio (si es que todavía se recomiendan textos y se habla de literatura en la radio venezolana) que asegure que se trata del mejor de todos los tiempos y que estamos frente al próximo Miguel de Cervantes Saavedra que, será catapultado hacia la supremacía muy pronto destacando en la historia como el hombre que nos salvará, rogando a la vez que no caiga en el atroz presagio que Rómulo Gallegos tuvo que encarar en sus años de carrera política desastrosamente, y obviando categóricamente el criterio comparado necesario para hacer una declaración semejante.

Desde mi adolescencia choqué con fotos de niños quemados impresas en las primeras planas de periódicos regionales sin encontrar el apoyo de ninguno de sus lectores para levantar una denuncia hacia semejante crimen,  siendo descalificado y discriminado por mi postura así sin más, sin una referencia comprobable que lo acredite. También viví con mucho terror la experiencia de leer artículos en medios considerados importantes ─cuando deberían ser clasificados como populares simplemente─ en donde una opinión política rayaba en un absurdo cínico y egoísta sin poder encontrar una sola contestación o peor, encontrándola pero detrás de ella detalladamente muestras de las descalificaciones de la mismísima opinión colectiva hacia el contrapunto del artículo. La guerra de egos es típica en un ambiente estancado en la barbarie, y no dejo de pensar que posiblemente y gracias a esta, periódicos extremadamente amarillistas y tendenciosos como Mi Diario existen. Y sin embargo, ¿qué quedará para los medios de información que mueven toneladas de noticias, artículos de aparente intelectualidad, tips y una cantidad casi incontable de opiniones oficiales y personales en un mundo que acelera para retroceder? Nomás hay que echar una mirada a una plataforma tan veloz como Twitter para encontrar una muestra alarmante. Así sucede en los ahora diarios digitales que han ido evolucionando según el empuje de las nuevas tecnologías. La gula de información fresca superó el umbral del segundo y la avalancha de postéos supera a la imaginación. Y es precisamente en estos escenarios en donde se maxifica y se condena a la vaguedad y al relajo la capacidad crítica de los venezolanos, cuando encontramos notas que defienden lo indefendible o presentan muestras sesgadas y poco argumentadas de cualquier estupidez de moda que, no deja de ser aplaudida mientras la bala de la opinión monopólica acelera inevitablemente. He encontrado personas que aseguran sostener una autoridad intelectual casi incuestionable, pero muy ficticia; no obstante de aparente talla para los que siguen cualquiera de sus opiniones, que sin encontrar entre ellos a nadie que les ponga un freno afirman que un candidato político es la solución a los problemas del país ─ni siquiera desarrollando cómo podría darse un milagro tal. He leído artículos que afirman sin ninguna referencia académica seria y con un descarado desconocimiento monumental de los estándares de calificación en dicha institución, que titulan a un músico criollo como el nuevo Beethoven o a un científico extranjero que nadie conoce como el autor de la nueva mecánica cuántica que ahora es aplicable a la interpretación de los estados de ánimo del pensamiento y ayuda al estima colectivo sin calcular ningún número. Todo esto sin siquiera una sola referencia y sin un solo refutador que consiga apoyo de equis individuo. Y si nos atreviésemos a hacer revista y tomásemos ejemplos del oficialismo politiquero encontraremos una devastadora organización dispuesta a consagrar cualquier acto criminal sin que quede espacio para analizarlo y estudiarlo con profundidad. Cabe destacar aquí que aplica lo mismo para su oposición.

Un país en donde las personas acostumbran a dejarlo pasar todo y en donde los que no quieren que ciertas cuestiones pasen pero no encuentran el apoyo crítico de los demás, es un país que se está condenando a la desaparición de cualquier memoria histórica; y yo opino así sin más, sin referencias y sin bases estadísticas siquiera, que esa nación definitivamente es Venezuela.

Por:  Ed J.L

En twitter: @megalomaniacko