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Venezuela se encamina hacia una transición. Es decir, hacia un cambio de régimen. No se trata del simple traspaso de poder de un gobierno a otro, como suele suceder en una democracia. Es el final de un ciclo político, caracterizado por el personalismo, el autoritarismo y la exclusión. El ocaso de un régimen hegemónico que sepultó el Estado de derecho, y con él la democracia. La consunción, no de la corriente política que representa el chavismo, pero sí de la estructura de poder sobre la cual reposó el régimen durante estos largos y aciagos 15 años. La razón es obvia y está ligada a la naturaleza misma de todo fenómeno populista. Privada de sus tres cimientos fundamentales (el líder carismático, la mayoría electoral y los abundantes recursos económicos para financiar gasto social y clientelismo), la llamada Revolución Bolivariana carece de medios para retener el inmenso poder que acumuló e impedir que la oposición quiebre su hegemonía en las instituciones básicas del Estado. La agonía del régimen puede, ciertamente, durar meses. Lo importante, sin embargo, es que no tiene cómo sobrevivir. Sin que por ello sea, necesariamente, menos peligroso el trance.

¿Cómo será entonces la transición y de qué manera podría encauzarse? La mayoría de los modelos de transición democrática consideran la existencia de una crisis que hace muy difícil o inviable la continuidad del régimen autoritario. Tales modelos pueden resumirse en cuatro. Primero, aquellas transiciones controladas por quienes se encuentran en el poder. En estos casos, dentro del régimen, el sector moderado impone la transición al sector radical y negocia a su vez con los moderados de la oposición, quienes son incapaces por sí solos de llevarla a cabo. El segundo modelo es aquél en el que, dada la simetría de fuerzas entre oposición y gobierno y la imposibilidad de imponer unilateralmente una salida, se entabla una negociación entre moderados de ambos bandos. Estos dos modelos iniciales, en los que la transición es pactada, constituyen, por cierto, los que mejores perspectivas ofrecen para la estabilidad futura de la democracia. La construcción de consensos indispensables (que van desde el significado de los hechos políticos del pasado reciente hasta las normas temporales y permanentes que habrán de regir la vida política) compromete a los principales actores en la aceptación de las nuevas reglas y procedimientos. Ello reduce, por tanto, las posibilidades de prácticas desleales o antisistema que conduzcan a un nuevo quiebre institucional o a la violencia (1).

En las actuales circunstancias, y tomando en cuenta lo ocurrido en el país desde las elecciones presidenciales del 14 de abril, no parece haber elementos que permitan ubicar a Venezuela en ninguno de los dos escenarios anteriores. Menos verosímil o por ahora inimaginable es, desde luego, una transición (tercer modelo) impuesta por una potencia extranjera (Panamá luego de la invasión estadounidense en 1989) o consecuencia de una derrota en una guerra (Argentina tras el conflicto de Las Malvinas en 1982). Queda, entonces, una posibilidad. En el cuarto y último modelo, a consecuencia de una serie de eventos desencadenantes de una crisis terminal, el régimen colapsa en breve tiempo y sectores opositores (no necesariamente los más moderados) lideran el proceso. Éste  parece un escenario probable para Venezuela. Inexorable quizás, dado el radicalismo y ofuscamiento de quienes parecen dirigir el régimen.

Todo régimen autoritario se sustenta, en mayor o menor medida, en el aparato represivo del Estado. En su capacidad de amedrentamiento y coacción, sin lo cual el régimen se desestabiliza. Muchas de las crisis súbitas y terminales que experimentan estos regímenes obedecen a un contexto económico y político desfavorable (alto desempleo e inflación, protestas y movilizaciones), que mina la fuente de su legitimidad y en el que se produce finalmente una fractura al interior del Estado. Un quiebre de la subordinación al Ejecutivo de los otros poderes públicos (parlamento o corte suprema de justicia) o, lo más común, una ruptura de la obediencia y lealtad de las FF.AA al líder o a la camarilla que gobierna. Esta fractura es, generalmente, el elemento crítico que materializa el proceso de transición.

En todos los escenarios, pero particularmente en este último, las FFAA constituyen un actor central del proceso. Más aún en el caso de Venezuela, dada la politización a que han sido sometidas por el chavismo durante años. Para bien o para mal, participando directamente o adoptando una actitud de permisiva neutralidad, la institución castrense intervendrá en el proceso de cambio que se avecina y moldeará el resultado de la crisis política.

El chavismo, adicionalmente, ha ido creando condiciones propicias para una salida que involucre al sector militar. De acuerdo a la literatura politológica (2), entre los principales factores que favorecen la intervención deliberada de las FFAA en el conflicto político interno hay varios presentes en el contexto actual venezolano. Uno de ellos es, justamente, la debilidad y falta de independencia de instituciones y poderes públicos, que en otras condiciones podrían jugar un papel moderador en la crisis, limitando la posibilidad de que la institución militar deba o pueda cumplir un rol de árbitro. Asimismo, el proyecto ideológico del chavismo de atribuir a las FFAA la misión de promover el desarrollo nacional y su intención de involucrarlas en el mantenimiento del orden público no hace más que acentuar la peligrosa penetración castrense en ámbitos reservados la poder civil. La existencia de la milicia y el accionar de grupos paramilitares auspiciados desde el gobierno constituyen, tradicionalmente, otros dos factores exasperantes para las FF.AA. Ambos suelen ser percibidos por la institución militar como una fuente de inestabilidad y una amenaza potencial a su preservación e intereses corporativos. Peligrosas circunstancias que tienden a cohesionarlas.

No obstante, son la polarización y la pérdida acentuada de legitimidad los dos factores más importantes para una intervención militar. Se trate o no de gobiernos autoritarios. Polarización y enfrentamientos. Movilizaciones de protesta masivas y recurrentes. Riesgo de caos y anarquía. Todo esto representa, por razones obvias, un escenario en el que la institución militar se siente conminada a actuar. A restablecer el orden y la paz. Lo mismo si debe para ello desplazar a autoridades a las que juzga incapaces o responsables de la crisis. Más allá de consideraciones de orden moral, la institución reacciona contra aquello que considera o percibe como contrario o antitético a su propia naturaleza y razón de existencia.

Si Venezuela se encamina hacia una transición y ésta puede producirse en medio de un súbito colapso del régimen y una fractura del Estado, la oposición necesita obviamente revisar su estrategia y adoptar una que no sólo contemple la faceta electoral de la lucha democrática, indispensable pero no suficiente. Se necesita una estrategia que asuma que el cambio político que está planteado en el país no representa el traspaso de poder entre dos gobiernos dentro de un mismo sistema. Eso requiere llamar las cosas por su nombre y diseñar un discurso y una política, sin complejos, hacia las FF.AA. Hay que dejar de ignorarlas.


Por: Jorge Lazo Cividianes 

En twitter: @jorgelazoc 

Artículo original en su blog, aquí.

 

 


(1) Karl, Terry Lynn and Schmitter, Philippe. (1991). Modes of Transition in Latin America, Southern and Eastern Europe. International Social Science Journal No.128 Mayo, p. 285-301. y Cotarelo, Ramón (1992). Transición política y consolidación democrática. España 1975-1986. Madrid. CIS.

(2) Siaroff, Alan. (2009). Comparing Political Regimes: A Thematic Introduction to Comparative Politics, Second Edition. North York. University of Toronto Press. Capítulo 4.