Suele considerarse como pretoriana una sociedad en la que los golpes de
Estado son endémicos (1). El aspecto central, sin embargo, lo constituye
el hecho de que en tales sociedades los distintos grupos -no sólo las Fuerzas
Armadas- están politizados y trabajan dentro y fuera del sistema legal para
alcanzar objetivos políticos. Dicho en otros términos, en un contexto de alta
polarización, los actores estiman el recurso a la violencia como necesario o
adecuado para dirimir sus conflictos. El uso ilegal de la fuerza se considera
al menos tan válido como los mecanismos de cooperación asociados con la
democracia, percibidos en tales circunstancias como disfuncionales o
anquilosados. Las Fuerzas Armadas, un órgano del Estado concebido para
garantizar la seguridad ante amenazas externas, se transforman, de este modo,
en un actor político interno, sobre el cual recaen las mayores presiones. Éste
es el escenario en el que transita Venezuela. Oscilante, como un péndulo. En un
ir y venir entre la búsqueda de la conciliación y la inexorabilidad del
enfrentamiento.
En asuntos de Estado, la violencia -como la guerra, según Clausewitz- es la
continuación de la política por otros medios. Una consecuencia indeseable pero
previsible cuando faltan o se cierran salidas institucionales y negociadas.
Responsabilidad histórica, eso sí, de quienes están en el poder. Aquellos
quienes durante más de una década estigmatizaron a sus adversarios como
“apátridas”. Los mismos que braman, siempre amenazantes, que la revolución es
“pacifica, pero armada”. Esos que aseguran que los miembros de la oposición “no
volverán”. Un acto de guerra, que sólo puede desestimar un insensato. Una
sentencia de muerte a la democracia, que
en Venezuela desde hace tiempo, para ser sincero, es un cadáver insepulto. En
fin, una señal aciaga de que el desenlace será doloroso.
La tensión política en el país sigue en aumento. Y conforme se agudiza
vuelven mensajes más o menos velados a las Fuerzas Armadas, instigándolas a
intervenir o reprochándoles su inacción. Al tiempo que el deplorable estado del
país en todas sus áreas y la pérdida creciente de legitimidad del gobierno
abonan la tesis de la tormenta perfecta, la conjunción de condiciones ideales
para un quiebre, para una transición.
Los fenómenos sociales, sin embargo, no son producto de factores que los
determinen, sino de coyunturas, favorables o adversas. Y de la acción de los
hombres, quienes hacen la historia. Sin liderazgo, si estrategia, sin
convicciones que suplanten cálculos dudosos, no hay tormenta perfecta. Sólo
pensamiento mágico.
Por ahora, un factor inhibe el desbordamiento de la violencia. Ninguno de
los actores fundamentales se siente suficientemente fuerte. Nadie quiere dar un
paso en falso que pueda resultar fatídico. La camarilla que gobierna trata de
amedrentar, de paralizar a través del miedo la protesta colectiva. Pero sabe
que no puede reprimir abierta e indiscriminadamente y necesita de algunas
fachadas institucionales para intentar mantenerse donde está. Colmada de
contradicciones y sin proyecto, sobrevivir es su único objetivo. Al liderazgo
de la oposición, obligado a producir el cambio, le agobia el amargo recuerdo
del fracaso del 11 de abril y la huelga petrolera del 2002. Teme perder su
capital electoral buscando una transición “vía rápida” o fast track. Las
Fuerzas Armadas, por su parte, saben que mientras no tengan que reprimir a gran
escala y su poder militar no enfrente una amenaza interna creíble podrán
moverse ambiguamente entre la institucionalidad, la connivencia y la sumisión,
girando alrededor de la constitución, sin abrazarla ni repudiarla. Asimismo, la
corporación militar evita, por el momento al menos, un enfrentamiento interno,
cuya magnitud equivale al tamaño de la fractura insondable que la recorre.
Con el aliento contenido, se fija entonces un nuevo plazo, el 8 de
diciembre. Pero sin garantías. En un contexto como el actual, el conflicto
puede en cualquier momento desatarse. Si así ocurre, en un escenario de
violencia, las Fuerzas Armadas deben inclinarse por su mejor opción, la
institucional. Defender la constitución y la democracia, negándose a sostener
por la fuerza un gobierno ilegitimo. Ello conlleva, igualmente, la obligación
de neutralizar la acción de grupos terroristas y paramilitares utilizados hasta
ahora por el régimen para amedrentar y reprimir ciudadanos venezolanos en el
libre ejercicio de sus derechos. En un país, es bueno recordarlo, las
instituciones republicanas representan lo perdurable; los movimiento político,
lo transitorio, lo perecedero.
La crisis requiere ser vista con perspectiva histórica. El legado de los 14
años de Hugo Chávez en el poder no es una revolución (ni consumada ni en
tránsito), como temen muchos de sus adversarios y fantasean cínica o
ingenuamente sus seguidores. Nos deja Chávez un régimen autoritario, en el que
se fue militarizando la sociedad en nombre de la construcción presunta del
socialismo. Como ocurre en la mayoría de tales regímenes, el gobierno copa el
Estado e intenta convertir a las Fuerzas Armadas en brazo armado del partido
(si bien únicamente lo logran aquellas revoluciones en las que el ejército
partisano derrota al regular y quienes conquistan el poder por la fuerza
organizan un nuevo ejército). Por tanto, la presunta conversión de las “Fuerzas
Armadas” en “Fuerza Armada Chavista” es, hasta prueba de fuego, un acto de
propaganda o una efímera digresión histórica conducida por una secta militar
asociada a la cúpula en el poder. Un anacronismo. Un experimento contra natura.
Un accidente.
De generaciones pasadas recibimos la democracia y la libertad, pero como
diría Raymond Aron frente al avance del fascismo y el nazismo en la Europa de
entreguerras, “para salvar la herencia hay que ser capaces de conquistarla de
nuevo” (2).
(1) Huntington Samuel P. (1969) Political order in changing
societies. New Haven. Yale University Press.
(2) Aron, Raymond (1995) Machiavel et les tyrannies modernes.
Paris. Editions de Fallois.
Jorge Lazo |