Vengo de una discusión de la que me rehúso a
conceder que he perdido el tiempo. Me niego, algo tuvo que haberme dejado. Y
después de observar el prisma desde varias aristas, creo que cierto provecho
podré sacarle; sobre todo desde una perspectiva que la coloca en contexto con
las circunstancias actuales del país.
Cometí la imprudencia y generalización de
afirmar que «el venezolano es esencialmente violento». No tardaron en refutarme
aludiendo a mi supuesto determinismo genético, o a mi mirada caraqueña sobre el
espectro venezolano; ni en apelar al buen Briceño Guerrero y a sus minotauros,
recordando que el discurso vertical y político es el que ha enervado las
pulsiones violentas latentes en nuestro «discurso salvaje». Otros no tardaron
en conciliar al chavismo a una anterior venezolanidad, ni en recordar las
observaciones hechas en Las
personalidades psicopáticas y Los
viajeros de Indias.
Yo, que me confieso alérgico al academicismo
acartonado, sólo recordaba –no sin riesgo de solipsismo- que nuestro país, en
toda su historia bicentenaria, ha sido gobernado más por dictaduras que por
democracias, que de Páez alabamos el que fuera un centauro que tomaba fragatas
realistas a la fuerza, que de Sucre recordamos el balazo sórdido que le
atinaron en Berruecos, que de Bolívar recordamos su arrojo en «libertar»
países. También recordaba que cuando me caía a coñazos en el colegio no había
razones suficientes, ni siquiera derivadas de la inmadurez, para ello; y que
las madres nos alentaban, pues nos decían: «tienes que hacerte respetar». Desde
luego, tampoco olvidaba que nuestras cifras de inseguridad y asesinatos siempre
han sido alarmantes, ni que el hampa mata por placer y saña con más de diez
disparos, según la ocasión. Me vinieron a la mente los toros coleados, las peleas
de gallos, el humor venezolano que se basa en la burla, en la morisqueta burda
y en el grito; el manotazo que se le da a la mesa cuando se tranca la partida
de dominó, la homofobia, el cornetazo inútil de los carros en el tráfico, los
correazos que le da la madre al hijo, el descuartizamiento de reses vivas que
cayeron de un camión accidentado, el apodo cruel que por natural pasa por inadvertido,
el fenómeno nacional del «pranato», el saqueo de carne de otro camión cuyo
chófer había muerto, nuestra ascendencia Caribe, el militar «arrecho y
cuatrobolea’o»... En fin, anécdotas que pueden ser de cualquier país, o que
pueden están viciadas por mi experiencia hostil, tal vez.
Enseguida se hizo necesario el surgimiento
de un gradiente. No todos los venezolanos son así de violentos, y si hay
potencialidad para la violencia, la hay en distintos grados, animada por
diferentes variables. Lo curioso de este asunto es que la discusión en otro
contexto hubiera sido muy diferente, mucho más simple. En estos días la palabra
«radical» está a flor de labio, y parece haber un rechazo inmediato por todo lo
que esté polarizado. Este sano ejercicio ha devenido en la reinvención de
algunos significantes. Por ejemplo, ya no se habla sólo de oposición, sino de
resistencia o disidencia. Dado el aparato mediático del gobierno y su
reduccionismo acusador, y dada la profunda relación entre lenguaje y pensamiento,
estos sucedáneos me parecen muy importantes de rescatar.
Así las cosas, la oposición se ha
fragmentado en caprilistas, colaboracionistas, «tibios», indiferentes que no
opinan pero votan, activistas y radicales. En el afán de articular al pueblo oficialista
a la protesta se ha hecho necesaria la discretización en chavistas
fundamentalistas, comunistas irredentos, colectivos violentos, colectivos
no-armados, chavistas pero no maduristas, indiferentes y chavistas (finalmente)
decepcionados.
El fragor de la protesta continuada, a mi
parecer, ha revelado la rica complejidad del entramado del país. Parece
evidente que al colocarle un nombre adecuado a cada categoría de pensamiento de
nuestra realidad es la sociedad en su conjunto la que obtiene ganancia. Hay una
antítesis en el discurso simplista del gobierno, y lo es este surgimiento, casi
gutural, de llamar a las cosas por su verdadero nombre. Es el niño que comienza
a descubrir que hay varias tonalidades en un mismo color.
La ampliación del vocabulario en la boca del
ciudadano logrará que resulte obvio que no todos los opositores son violentos,
ni que no todos los estudiantes son niños consentidos. No todos los colectivos
son paramilitares, ni todos los chavistas son iletrados. Al mismo tiempo, en el
crecimiento y aglutinación de pluralidades, es menester hacer explícito que su
supervivencia depende única y exclusivamente de encarar firmemente,
activamente, la pretensión de un
pensamiento único. En este sentido, en la conciencia de cada ciudadano
debe pesar el hecho de que su individualidad está en peligro si no hay una oposición
firme a una bota impuesta; esto, independientemente de la ideología. Es el arte de ser heterogéneos en la
afirmación de lo diverso y homogéneos en la convicción de proteger que así
permanezca. Plural con lo respetuoso de lo plural. Radical en contra de lo
radical.
¿Quién diría que el «divide y vencerás» que
tanto resultado le ha brindado al gobierno sería, a través del lenguaje y de la
acción, el arma para debilitarle?